PRINCIPIO NOS ESTAMOS YENDO
Hace unos años, durante una sesión de psicoterapia, un paciente me comentó que nadie le había enseñado a mirar las cúpulas. Por esos días, transitando por una de las avenidas céntricas de la ciudad se dio cuenta de que siempre caminaba mirando las veredas pero no las alturas.
Esta experiencia es muy común. Caminamos por la vida evitando pisar excrementos de perros o buscando alguna moneda perdida y nos olvidamos de las bellezas de las cúpulas. Estos dos estilos de mirar no tienen por qué ser excluyentes. Existe un arriba y un abajo; una izquierda y una derecha. Sin embargo, a pesar de la movilidad que tiene la cabeza, nuestras cervicales, con su artrosis, nos demuestran que hemos optado por la rigidez.
En el nivel de lo psicológico algo parecido nos ocurre: nos encontramos con otro tipo de endurecimiento. Se trata de aquel que es provocado por la apasionada necesidad de ignorarnos en nuestros deseos. De la misma manera que la artrosis dificulta los movimientos y nos causa dolor, la pasión por la ignorancia de nosotros mismos pone obstáculos a nuestro encuentro con el bienestar.
Es notable observar la manera en que las personas desean y temen el cambio. Consultan a psicoterapeutas y psicoanalistas, terapeutas alternativos o complementarios, concurren a conferencias y talleres, consumen decenas de libros de autoayuda. Sin embargo, todo parece quedar en la nada. ¿Qué pasa entre esa información que les llega y su dificultad para autoaplicarla logrando la tan deseada transformación?
Es que las personas quieren cambiar pero sin abandonar los viejos esquemas rígidos con los que han preformado su vida. Están fuertemente convencidas de que el cambio debe provenir desde afuera, del profesional, del conferencista, del autor del libro quienes, se cree, conocen el secreto de la felicidad, del enigma de la vida, del recóndito sentido profundo de la existencia. Aquellas personas se caracterizan por la constante demanda del tipo: ¡"Dígame qué tengo que hacer para ser feliz!" Cuando decidí reeditar este libro, me propuse agregarle otros conceptos de acuerdo con los testimonios de los lectores. Por mi parte, estaba experimentando varios cambios en mi vida. Uno de ellos, quizá el más trascendente, fue la toma de conciencia del curso y transcurso de mi existencia.
En mis 54 años de edad y 26 de profesión no había vivenciado, como ahora, que todo termina, que nos estamos yendo. Este "shock de realidad" lo tuve como reacción a la enfermedad irreversible de una de nuestras amadas gatas: Charlinne. La habíamos criado con Marta, mi mujer, desde los cinco días de nacida. Quince años después tuvimos que tomar la decisión de sacrificarla. He visto la decadencia física de muchos seres queridos. Desde mis cinco años de edad en que muere mi abuela paterna hasta el día final de Charlinne he pasado por numerosas despedidas. He tomado conciencia plena del fin de la vida y me he preguntado cuántas personas se dan cuenta de que esto se termina. Tarde o temprano nos vamos... para siempre, por lo menos en esta vida de la cual puedo dar testimonio de que existe. Si hay algo más allá es un asunto de fe. Lo real es que, por ahora, esto es todo lo que tenemos. La muerte por sacrificio de Charlinne sólo avivó lo que ya tenía y no quería reconocer: hagamos lo que hagamos nos estamos apagando desde el día que nacemos.
Desde el 20 de enero del 97 hasta el 15 de mayo la caída de nuestra gata fue dramáticamente notable. Su belleza fue transformándose en una deformación facial debido a un sarcoma témporo-mandibular. Ya no podía comer y el cuidado amoroso de Marta, sus caricias, su incondicionalidad, hicieron que sus últimos momentos fueran tan felices como cuando la poníamos dentro de un cajoncito de la mesita de luz, con una bolsa de agua caliente y un reloj para que el tictac simulara los latidos cardíacos de la madre. Fue criada a puro gotero con leche y tonadas de vals tarareadas por Marta. Y murió a puro gotero, leche y otras sustancias sin contar con la mortificación de los pinchazos de Decadrón que le tuve que dar, con mucho remordimiento, para aliviarle la inflamación. En su día final, Alejandro Tirone, fiel a su profesión y con todo el dolor y el amor que le profesa a sus pacientitos, se transformó en el ángel protector quién, muy a su pesar, inyectó la sustancia letal en la venita. Y así se fue, diciéndonos adiós con la mirada en un estado de plena paz y, quiero creer, agradecimiento.
Mientras las cosas permanecen, en la medida en que nuestros seres queridos están con nosotros, no tenemos plena conciencia de que todos, sin excepción, nos estamos yendo. Da la impresión de que un día es igual a otro, de que siempre pasa lo mismo como en la película "Hechizo del tiempo". Se trata de una ilusión. Muchas personas consideran que nunca van a morir o que las oportunidades y la felicidad se encuentran en el otro mundo.
El impacto de Charlinne hizo que me retornaran otros impactos: muchas muertes algunas esperadas otras tan sorpresivas que aún hoy me cuesta creerlo, como la de Alfonso Milito (Milo), a quién le agradecí en la versión anterior de este libro la lectura crítica que hizo del prólogo.
Mucho de lo anterior lo viví a medias. Lo de Charlinne y lo de Milo, no. Hoy, un poco por la edad por la que transito, otro poco por la experiencia vivida, otro por el dolor por las pérdidas reales y las frustraciones acumuladas me dije "¡Basta de estupideces!". He tomado conciencia plena, profunda, emocional de que nos estamos yendo y de que no hay salida.
Alguna vez leí que un pensador (No recuerdo quién) dijo que "el ser humano es como un paquete que el obstetra envía al sepulturero." Bastante pesimista, por cierto. Otro afirma que la única obligación del ser humano es morirse. De todo puede zafar, menos de la muerte. Jean Paul Sartre nos dice que los seres humanos somos "muertos sin sepultura". Desde un lugar opuesto, los "sacerdotes" de la New Age nos bombardean con que la solución a los problemas humanos es el perdón y el amor. Como si perdonar y amar fuera así de simple.
Dentro de esas polaridades es conveniente que tomemos una posición. La mía es la siguiente: es verdad que vamos a morir algún día. También es cierto que al comienzo de nuestra historia hay un obstetra y al final un funebrero. Pero no creo que seamos paquetes ni que estemos muertos en vida. Por otra parte, a diferencia de la new age, no creo en el perdón y en el amor así, sin más. Desde luego, puedo comprender las motivaciones conscientes o inconscientes del que hizo algo malo y determinar que es producto de su historia, de padres que lo maltrataron, de cargas genéticas, etc., pero de ahí a perdonar hay mucha distancia. No tengo por qué hacerme creer y hacer creer que siento lo que no siento. Se dice que el perdón libera. Justamente, considero todo lo contrario: primero debo estar libre para luego perdonar. Tampoco creo en el amor universal; sí, en cambio, en el respeto a todos, aceptando que el otro es como es y que no tengo ningún derecho a presionarlo para que sea diferente. Por más esencia divina que haya dentro de mí tengo que reconocer con dolor que no soy Cristo. No puedo ejercer el perdón, como El lo hizo. En medio de un sufrimiento atroz, bebiendo vinagre, clavado en la cruz sin apoyo en los pies, muriendo por una insuficiencia ortostática mientras todos reían y se burlaban, le pide a su Padre que los perdone porque no saben lo que hacen. Soy humano y amo a los que amo, pero no me pidan más.
Se han dado miles de azarosas combinaciones para que estemos aquí, ahora y haciendo esto. Cada niño que nace, deseado o no, aceptado o rechazado, es un milagro en sí mismo. A partir de ese instante cientos de vicisitudes lo van modelando de tal manera que va perdiendo su estado esencial y se va transformando en lo que los demás desean de él. Ya adulto vive en un estado de permanente conflicto entre lo que él desea y no sabe que desea y los deseos de los otros. La esencia divina queda sepultada viva y, a su alrededor, se va configurando el carácter de la criatura con capas superpuestas de mandatos que van conformando su argumento de vida. Un argumento escrito por otros que neutraliza los deseos auténticos de ese "Niño Libre" con el cual nació. Cristo sabía algo de esto, por eso su llamada de "Dejad que los niños vengan a mí". Esa mentalidad pura, esencial, sin especulaciones, era la única que podía entender los misterios del "Reino de Dios dentro vuestro".
Pero la red social-familiar que rodea al niño tiene sus propias normas, su sistema de creencias, su filosofía de vida transmitida de generación a generación. El niño que acaba de nacer es uno de ellos y deberá tener las mismas ideas, idéntico sistema de creencias. Tendrá que mirar las veredas, no las cúpulas, buscando billetes perdidos, evitando tropezar o pisar excrementos. Se pueden hacer ambas cosas. Me puedo detener y mirar las cúpulas ignoradas de la gran ciudad. Pero para desafiar el mandato de "¡Camina mirando el piso!" tengo que poseer libertad. Y la libertad no se adquiere, es un don divino. Nadie me la puede dar, la poseo por el hecho de ser, de existir. Si vivo mi vida en función de los mandatos de los otros o de un sistema de creencias que nunca cuestioné por miedo al castigo, jamás seré libre, estrangularé a mi Niño Libre que vive dentro mío, seré un muerto sin sepultura, un paquete que el sepulturero estará esperando. Seré nada... siéndolo todo.
Parados en este punto se produce el conflicto: ser o no ser, dirá Hamlet. Vivir en función de mis auténticos deseos o vivir de acuerdo con lo que los otros esperan de mí. Frente a estos dos caminos que se bifurcan llega el angustiante momento de la toma de decisiones. Pero no es fácil decidirse así como así. Detrás de mí hay toda una historia. Delante de mí, si decido cambiar, un vacío. Aquello es el mundo conocido. Sé que tengo recursos porque los uso diariamente; en el nuevo mundo no sé con qué me voy a encontrar. ¿Por qué no dejar todo así?
Porque dentro de mí, esa esencia divina puja por salir. Me crea desasosiego. Me cuestiona si esto es todo. Me dice que no hay demasiado tiempo, que me estoy yendo y que si no hago algo, ese niño interior se apagará.
Consciente de esta verdad y aunque nos disguste tenemos sólo dos opciones: o vivimos por vivir o lo hacemos de acuerdo con la llamada de nuestro Niño Libre, es decir, según nuestros auténticos deseos. ¿Será esto ser un egoísta? Ya veremos que no. En algún momento tendremos que decidir o, mejor dicho, hacer consciente nuestra decisión porque decisión siempre hay aunque no nos demos cuenta. O le diremos adiós para siempre al deseo de los otros o adiós para siempre a nuestro Niño al cual distraeremos con compulsiones múltiples para hacerle creer que nos estamos ocupando de él: saldremos con mujeres, jugaremos compulsivamente, fumaremos, beberemos, nos drogaremos de cien formas diferentes. Pero su respuesta será, siempre, la tristeza y el reproche metaforizado en algún síntoma. Pues lo estamos crucificando sin saber que lo estamos haciendo, le daremos de beber vinagre, nos mofaremos de él, y esperaremos hasta que alguna "insuficiencia" lo aniquile. En este libro, una puesta al día de "¿Qué hacer con la vida?", reflexionaremos sobre varias cuestiones. Todas girarán alrededor del mismo núcleo: el desperdicio del tiempo de vida satisfaciendo los deseos de los demás. Como ya lo mencionamos antesTu podrás protestar haciéndome una pregunta. "¿Pero es que me propone ser egoísta?". La respuesta es ¡Si! Y te explico por qué: cuando la señora muerte te toque el hombro y te diga “Llegó el momento”, nadie de aquellos por los que has perdido tu tiempo va a venir a reemplazarte. Tu muerte te pertenece a ti y sólo a ti. Siendo así... ¿A quién crees que le pertenece tu vida?
Por supuesto que no debes confundir el ser egoísta con el ser egocéntrico o ególatra. Te muestro este cuadro para que compares:
Esta experiencia es muy común. Caminamos por la vida evitando pisar excrementos de perros o buscando alguna moneda perdida y nos olvidamos de las bellezas de las cúpulas. Estos dos estilos de mirar no tienen por qué ser excluyentes. Existe un arriba y un abajo; una izquierda y una derecha. Sin embargo, a pesar de la movilidad que tiene la cabeza, nuestras cervicales, con su artrosis, nos demuestran que hemos optado por la rigidez.
En el nivel de lo psicológico algo parecido nos ocurre: nos encontramos con otro tipo de endurecimiento. Se trata de aquel que es provocado por la apasionada necesidad de ignorarnos en nuestros deseos. De la misma manera que la artrosis dificulta los movimientos y nos causa dolor, la pasión por la ignorancia de nosotros mismos pone obstáculos a nuestro encuentro con el bienestar.
Es notable observar la manera en que las personas desean y temen el cambio. Consultan a psicoterapeutas y psicoanalistas, terapeutas alternativos o complementarios, concurren a conferencias y talleres, consumen decenas de libros de autoayuda. Sin embargo, todo parece quedar en la nada. ¿Qué pasa entre esa información que les llega y su dificultad para autoaplicarla logrando la tan deseada transformación?
Es que las personas quieren cambiar pero sin abandonar los viejos esquemas rígidos con los que han preformado su vida. Están fuertemente convencidas de que el cambio debe provenir desde afuera, del profesional, del conferencista, del autor del libro quienes, se cree, conocen el secreto de la felicidad, del enigma de la vida, del recóndito sentido profundo de la existencia. Aquellas personas se caracterizan por la constante demanda del tipo: ¡"Dígame qué tengo que hacer para ser feliz!" Cuando decidí reeditar este libro, me propuse agregarle otros conceptos de acuerdo con los testimonios de los lectores. Por mi parte, estaba experimentando varios cambios en mi vida. Uno de ellos, quizá el más trascendente, fue la toma de conciencia del curso y transcurso de mi existencia.
En mis 54 años de edad y 26 de profesión no había vivenciado, como ahora, que todo termina, que nos estamos yendo. Este "shock de realidad" lo tuve como reacción a la enfermedad irreversible de una de nuestras amadas gatas: Charlinne. La habíamos criado con Marta, mi mujer, desde los cinco días de nacida. Quince años después tuvimos que tomar la decisión de sacrificarla. He visto la decadencia física de muchos seres queridos. Desde mis cinco años de edad en que muere mi abuela paterna hasta el día final de Charlinne he pasado por numerosas despedidas. He tomado conciencia plena del fin de la vida y me he preguntado cuántas personas se dan cuenta de que esto se termina. Tarde o temprano nos vamos... para siempre, por lo menos en esta vida de la cual puedo dar testimonio de que existe. Si hay algo más allá es un asunto de fe. Lo real es que, por ahora, esto es todo lo que tenemos. La muerte por sacrificio de Charlinne sólo avivó lo que ya tenía y no quería reconocer: hagamos lo que hagamos nos estamos apagando desde el día que nacemos.
Desde el 20 de enero del 97 hasta el 15 de mayo la caída de nuestra gata fue dramáticamente notable. Su belleza fue transformándose en una deformación facial debido a un sarcoma témporo-mandibular. Ya no podía comer y el cuidado amoroso de Marta, sus caricias, su incondicionalidad, hicieron que sus últimos momentos fueran tan felices como cuando la poníamos dentro de un cajoncito de la mesita de luz, con una bolsa de agua caliente y un reloj para que el tictac simulara los latidos cardíacos de la madre. Fue criada a puro gotero con leche y tonadas de vals tarareadas por Marta. Y murió a puro gotero, leche y otras sustancias sin contar con la mortificación de los pinchazos de Decadrón que le tuve que dar, con mucho remordimiento, para aliviarle la inflamación. En su día final, Alejandro Tirone, fiel a su profesión y con todo el dolor y el amor que le profesa a sus pacientitos, se transformó en el ángel protector quién, muy a su pesar, inyectó la sustancia letal en la venita. Y así se fue, diciéndonos adiós con la mirada en un estado de plena paz y, quiero creer, agradecimiento.
Mientras las cosas permanecen, en la medida en que nuestros seres queridos están con nosotros, no tenemos plena conciencia de que todos, sin excepción, nos estamos yendo. Da la impresión de que un día es igual a otro, de que siempre pasa lo mismo como en la película "Hechizo del tiempo". Se trata de una ilusión. Muchas personas consideran que nunca van a morir o que las oportunidades y la felicidad se encuentran en el otro mundo.
El impacto de Charlinne hizo que me retornaran otros impactos: muchas muertes algunas esperadas otras tan sorpresivas que aún hoy me cuesta creerlo, como la de Alfonso Milito (Milo), a quién le agradecí en la versión anterior de este libro la lectura crítica que hizo del prólogo.
Mucho de lo anterior lo viví a medias. Lo de Charlinne y lo de Milo, no. Hoy, un poco por la edad por la que transito, otro poco por la experiencia vivida, otro por el dolor por las pérdidas reales y las frustraciones acumuladas me dije "¡Basta de estupideces!". He tomado conciencia plena, profunda, emocional de que nos estamos yendo y de que no hay salida.
Alguna vez leí que un pensador (No recuerdo quién) dijo que "el ser humano es como un paquete que el obstetra envía al sepulturero." Bastante pesimista, por cierto. Otro afirma que la única obligación del ser humano es morirse. De todo puede zafar, menos de la muerte. Jean Paul Sartre nos dice que los seres humanos somos "muertos sin sepultura". Desde un lugar opuesto, los "sacerdotes" de la New Age nos bombardean con que la solución a los problemas humanos es el perdón y el amor. Como si perdonar y amar fuera así de simple.
Dentro de esas polaridades es conveniente que tomemos una posición. La mía es la siguiente: es verdad que vamos a morir algún día. También es cierto que al comienzo de nuestra historia hay un obstetra y al final un funebrero. Pero no creo que seamos paquetes ni que estemos muertos en vida. Por otra parte, a diferencia de la new age, no creo en el perdón y en el amor así, sin más. Desde luego, puedo comprender las motivaciones conscientes o inconscientes del que hizo algo malo y determinar que es producto de su historia, de padres que lo maltrataron, de cargas genéticas, etc., pero de ahí a perdonar hay mucha distancia. No tengo por qué hacerme creer y hacer creer que siento lo que no siento. Se dice que el perdón libera. Justamente, considero todo lo contrario: primero debo estar libre para luego perdonar. Tampoco creo en el amor universal; sí, en cambio, en el respeto a todos, aceptando que el otro es como es y que no tengo ningún derecho a presionarlo para que sea diferente. Por más esencia divina que haya dentro de mí tengo que reconocer con dolor que no soy Cristo. No puedo ejercer el perdón, como El lo hizo. En medio de un sufrimiento atroz, bebiendo vinagre, clavado en la cruz sin apoyo en los pies, muriendo por una insuficiencia ortostática mientras todos reían y se burlaban, le pide a su Padre que los perdone porque no saben lo que hacen. Soy humano y amo a los que amo, pero no me pidan más.
Se han dado miles de azarosas combinaciones para que estemos aquí, ahora y haciendo esto. Cada niño que nace, deseado o no, aceptado o rechazado, es un milagro en sí mismo. A partir de ese instante cientos de vicisitudes lo van modelando de tal manera que va perdiendo su estado esencial y se va transformando en lo que los demás desean de él. Ya adulto vive en un estado de permanente conflicto entre lo que él desea y no sabe que desea y los deseos de los otros. La esencia divina queda sepultada viva y, a su alrededor, se va configurando el carácter de la criatura con capas superpuestas de mandatos que van conformando su argumento de vida. Un argumento escrito por otros que neutraliza los deseos auténticos de ese "Niño Libre" con el cual nació. Cristo sabía algo de esto, por eso su llamada de "Dejad que los niños vengan a mí". Esa mentalidad pura, esencial, sin especulaciones, era la única que podía entender los misterios del "Reino de Dios dentro vuestro".
Pero la red social-familiar que rodea al niño tiene sus propias normas, su sistema de creencias, su filosofía de vida transmitida de generación a generación. El niño que acaba de nacer es uno de ellos y deberá tener las mismas ideas, idéntico sistema de creencias. Tendrá que mirar las veredas, no las cúpulas, buscando billetes perdidos, evitando tropezar o pisar excrementos. Se pueden hacer ambas cosas. Me puedo detener y mirar las cúpulas ignoradas de la gran ciudad. Pero para desafiar el mandato de "¡Camina mirando el piso!" tengo que poseer libertad. Y la libertad no se adquiere, es un don divino. Nadie me la puede dar, la poseo por el hecho de ser, de existir. Si vivo mi vida en función de los mandatos de los otros o de un sistema de creencias que nunca cuestioné por miedo al castigo, jamás seré libre, estrangularé a mi Niño Libre que vive dentro mío, seré un muerto sin sepultura, un paquete que el sepulturero estará esperando. Seré nada... siéndolo todo.
Parados en este punto se produce el conflicto: ser o no ser, dirá Hamlet. Vivir en función de mis auténticos deseos o vivir de acuerdo con lo que los otros esperan de mí. Frente a estos dos caminos que se bifurcan llega el angustiante momento de la toma de decisiones. Pero no es fácil decidirse así como así. Detrás de mí hay toda una historia. Delante de mí, si decido cambiar, un vacío. Aquello es el mundo conocido. Sé que tengo recursos porque los uso diariamente; en el nuevo mundo no sé con qué me voy a encontrar. ¿Por qué no dejar todo así?
Porque dentro de mí, esa esencia divina puja por salir. Me crea desasosiego. Me cuestiona si esto es todo. Me dice que no hay demasiado tiempo, que me estoy yendo y que si no hago algo, ese niño interior se apagará.
Consciente de esta verdad y aunque nos disguste tenemos sólo dos opciones: o vivimos por vivir o lo hacemos de acuerdo con la llamada de nuestro Niño Libre, es decir, según nuestros auténticos deseos. ¿Será esto ser un egoísta? Ya veremos que no. En algún momento tendremos que decidir o, mejor dicho, hacer consciente nuestra decisión porque decisión siempre hay aunque no nos demos cuenta. O le diremos adiós para siempre al deseo de los otros o adiós para siempre a nuestro Niño al cual distraeremos con compulsiones múltiples para hacerle creer que nos estamos ocupando de él: saldremos con mujeres, jugaremos compulsivamente, fumaremos, beberemos, nos drogaremos de cien formas diferentes. Pero su respuesta será, siempre, la tristeza y el reproche metaforizado en algún síntoma. Pues lo estamos crucificando sin saber que lo estamos haciendo, le daremos de beber vinagre, nos mofaremos de él, y esperaremos hasta que alguna "insuficiencia" lo aniquile. En este libro, una puesta al día de "¿Qué hacer con la vida?", reflexionaremos sobre varias cuestiones. Todas girarán alrededor del mismo núcleo: el desperdicio del tiempo de vida satisfaciendo los deseos de los demás. Como ya lo mencionamos antesTu podrás protestar haciéndome una pregunta. "¿Pero es que me propone ser egoísta?". La respuesta es ¡Si! Y te explico por qué: cuando la señora muerte te toque el hombro y te diga “Llegó el momento”, nadie de aquellos por los que has perdido tu tiempo va a venir a reemplazarte. Tu muerte te pertenece a ti y sólo a ti. Siendo así... ¿A quién crees que le pertenece tu vida?
Por supuesto que no debes confundir el ser egoísta con el ser egocéntrico o ególatra. Te muestro este cuadro para que compares:
Nosotros apuntamos al egoísmo-altruista. Por ahora quédese con esta única e irrefutable verdad: nos estamos yendo y nadie nos enseñó a mirar las cúpulas.